Mensaje de Benedicto XVI para la XXVII
Jornada Mundial de la Juventud
CIUDAD DEL VATICANO, martes 27 marzo 2012
(ZENIT.org).- La Santa Sede ha hecho público este martes el
Mensaje de Benedicto XVI para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, que se
celebra el próximo Domingo de Ramos. Ofrecemos el texto del Mensaje.
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«¡Alegráos
siempre en el Señor!» (Flp 4,4)
Queridos jóvenes:
Me alegro de dirigirme de nuevo a vosotros
con ocasión de la XXVII Jornada Mundial de la Juventud. El recuerdo del
encuentro de Madrid el pasado mes de agosto sigue muy presente en mi corazón.
Ha sido un momento extraordinario de gracia, durante el cual el Señor ha
bendecido a los jóvenes allí presentes, venidos del mundo entero. Doy gracias a
Dios por los muchos frutos que ha suscitado en aquellas jornadas y que en el
futuro seguirán multiplicándose entre los jóvenes y las comunidades a las que
pertenecen. Ahora nos estamos dirigiendo ya hacia la próxima cita en Río de
Janeiro en el año 2013, que tendrá como tema «¡Id y haced discípulos a todos
los pueblos!» (cf. Mt 28,19).
Este año, el tema de la Jornada Mundial de
la Juventud nos lo da la exhortación de la Carta del apóstol san Pablo
a los Filipenses: «¡Alegráos siempre en el Señor!» (4,4). En efecto, La
alegría es un elemento central de la experiencia cristiana. También
experimentamos en cada Jornada Mundial de la Juventud una alegría intensa, la
alegría de la comunión, la alegría de ser cristianos, la alegría de la fe. Esta
es una de las características de estos encuentros. Vemos la fuerza atrayente
que ella tiene: en un mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud, la
alegría es un testimonio importante de la belleza y fiabilidad de la fe
cristiana.
La Iglesia tiene la vocación de llevar la
alegría al mundo, una alegría auténtica y duradera, aquella que los ángeles
anunciaron a los pastores de Belén en la noche del nacimiento de Jesús (cf.Lc 2,10).
Dios no sólo ha hablado, no sólo ha cumplido signos prodigiosos en la historia
de la humanidad, sino que se ha hecho tan cercano que ha llegado a hacerse uno
de nosotros, recorriendo las etapas de la vida entera del hombre. En el difícil
contexto actual, muchos jóvenes en vuestro entorno tienen una inmensa necesidad
de sentir que el mensaje cristiano es un mensaje de alegría y esperanza.
Quisiera reflexionar ahora con vosotros sobre esta alegría, sobre los caminos
para encontrarla, para que podáis vivirla cada vez con mayor profundidad y ser
mensajeros de ella entre los que os rodean.
1. Nuestro corazón está hecho para la
alegría
La aspiración a la alegría está grabada en
lo más íntimo del ser humano. Más allá de las satisfacciones inmediatas y
pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que
pueda dar «sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque
la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo,
de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se
manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de
verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos.
Cada día el Señor nos ofrece tantas
alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante la belleza de la
naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio, la
alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos
motivos para la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad
compartida, el descubrimiento de las propias capacidades personales y la
consecución de buenos resultados, el aprecio que otros nos tienen, la
posibilidad de expresarse y sentirse comprendidos, la sensación de ser útiles
para el prójimo. Y, además, la adquisición de nuevos conocimientos mediante los
estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones a través de viajes y
encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro. También pueden
producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una obra
literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la
música o ver una película.
Pero cada día hay tantas dificultades con
las que nos encontramos en nuestro corazón, tenemos tantas preocupaciones por
el futuro, que nos podemos preguntar si la alegría plena y duradera a la cual
aspiramos no es quizá una ilusión y una huída de la realidad. Hay muchos
jóvenes que se preguntan: ¿es verdaderamente posible hoy en día la alegría
plena? Esta búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan
como erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos distinguir las
alegrías verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y engañosos? ¿Cómo
podemos encontrar en la vida la verdadera alegría, aquella que dura y no nos
abandona ni en los momentos más difíciles?
2. Dios es la fuente de la verdadera
alegría
En realidad, todas las alegrías
auténticas, ya sean las pequeñas del día a día o las grandes de la vida, tienen
su origen en Dios, aunque no lo parezca a primera vista, porque Dios es
comunión de amor eterno, es alegría infinita que no se encierra en sí misma,
sino que se difunde en aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a
su imagen por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su
presencia y su gracia. Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina y
eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra
vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con una acogida
frágil como puede ser la humana, sino con una acogida incondicional como lo es
la divina: yo soy amado, tengo un puesto en el mundo y en la historia, soy
amado personalmente por Dios. Y si Dios me acepta, me ama y estoy seguro de
ello, entonces sabré con claridad y certeza que es bueno que yo sea, que
exista.
Este amor infinito de Dios para con cada
uno de nosotros se manifiesta de modo pleno en Jesucristo. En Él se encuentra
la alegría que buscamos. En el Evangelio vemos cómo los hechos que marcan el
inicio de la vida de Jesús se caracterizan por la alegría. Cuando el arcángel
Gabriel anuncia a la Virgen María que será madre del Salvador, comienza con
esta palabra: «¡Alégrate!» (Lc 1,28). En el nacimiento de Jesús, el
Ángel del Señor dice a los pastores: «Os anuncio una buena noticia que será de
gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban
al niño, «al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10).
El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha
hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a
los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito,
alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4,4-5).
La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me
ama.
En efecto, el encuentro con Jesús produce
siempre una gran alegría interior. Lo podemos ver en muchos episodios de los
Evangelios. Recordemos la visita de Jesús a Zaqueo, un recaudador de impuestos
deshonesto, un pecador público, a quien Jesús dice: «Es necesario que hoy me
quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy contento» (Lc19,5-6).
Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir el amor de Dios que puede
transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo decide cambiar de
vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.
En la hora de la pasión de Jesús, este
amor se manifiesta con toda su fuerza. Él, en los últimos momentos de su vida
terrena, en la cena con sus amigos, dice: «Como el Padre me ha amado, así os he
amado yo; permaneced en mi amor… Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9.11).
Jesús quiere introducir a sus discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría
plena, la que Él comparte con el Padre, para que el amor con que el Padre le
ama esté en nosotros (cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es
abrirse a este amor de Dios y pertenecer a Él.
Los Evangelios relatan que María Magdalena
y otras mujeres fueron a visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús
después de su muerte y recibieron de un Ángel una noticia desconcertante, la de
su resurrección. Entonces, así escribe el Evangelista, abandonaron el sepulcro
a toda prisa, «llenas de miedo y de alegría», y corrieron a anunciar la feliz
noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alegraos» (Mt 28,8-9).
Es la alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el
que ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de
nosotros como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21).
El mal no tiene la última palabra sobre nuestra vida, sino que la fe en Cristo
Salvador nos dice que el amor de Dios es el que vence.
Esta profunda alegría es fruto del Espíritu
Santo que nos hace hijos de Dios, capaces de vivir y gustar su bondad, de
dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre (cf. Rm 8,15).
La alegría es signo de su presencia y su acción en nosotros.
3. Conservar en el corazón la alegría
cristiana
Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos
recibir y conservar este don de la alegría profunda, de la alegría espiritual?
Un Salmo dice: «Sea el Señor tu delicia, y
él te dará lo que pide tu corazón» (Sal 37,4). Jesús explica que
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo
encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que
tiene y compra el campo» (Mt 13,44). Encontrar y conservar la
alegría espiritual surge del encuentro con el Señor, que pide que le sigamos,
que nos decidamos con determinación, poniendo toda nuestra confianza en Él.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de arriesgar vuestra vida abriéndola a
Jesucristo y su Evangelio; es el camino para tener la paz y la verdadera
felicidad dentro de nosotros mismos, es el camino para la verdadera realización
de nuestra existencia de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.
Buscar la alegría en el Señor: la alegría
es fruto de la fe, es reconocer cada día su presencia, su amistad: «El Señor
está cerca» (Flp 4,5); es volver a poner nuestra confianza en Él,
es crecer en su conocimiento y en su amor. El «Año de la Fe», que iniciaremos
dentro de pocos meses, nos ayudará y estimulará. Queridos amigos, aprended a
ver cómo actúa Dios en vuestras vidas, descubridlo oculto en el corazón de los
acontecimientos de cada día. Creed que Él es siempre fiel a la alianza que ha
sellado con vosotros el día de vuestro Bautismo. Sabed que jamás os abandonará.
Dirigid a menudo vuestra mirada hacia Él. En la cruz entregó su vida porque os
ama. La contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una
esperanza y una alegría que nada puede destruir. Un cristiano nunca puede estar
triste porque ha encontrado a Cristo, que ha dado la vida por él.
Buscar al Señor, encontrarlo, significa
también acoger su Palabra, que es alegría para el corazón. El profeta Jeremías
escribe: «Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus palabras me servían de
gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jr 15,16). Aprended a leer y
meditar la Sagrada Escritura; allí encontraréis una respuesta a las preguntas
más profundas sobre la verdad que anida en vuestro corazón y vuestra mente. La
Palabra de Dios hace que descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la
historia del hombre y que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y
adoración: «Venid, aclamemos al Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al
Señor, creador nuestro» (Sal 95,1.6).
La Liturgia en particular, es el lugar por
excelencia donde se manifiesta la alegría que la Iglesia recibe del Señor y
transmite al mundo. Cada domingo, en la Eucaristía, las comunidades cristianas
celebran el Misterio central de la salvación: la muerte y resurrección de
Cristo. Este es un momento fundamental para el camino de cada discípulo del
Señor, donde se hace presente su sacrificio de amor; es el día en el que
encontramos al Cristo Resucitado, escuchamos su Palabra, nos alimentamos de su
Cuerpo y su Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día que hizo el Señor: sea
nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118,24). En la noche de
Pascua, la Iglesia canta el Exultet, expresión de alegría por la
victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte: «¡Exulte el coro de los
ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las
aclamaciones del pueblo en fiesta!». La alegría cristiana nace del saberse
amados por un Dios que se ha hecho hombre, que ha dado su vida por nosotros y
ha vencido el mal y la muerte; es vivir por amor a él. Santa Teresa del Niño
Jesús, joven carmelita, escribió: «Jesús, mi alegría es amarte a ti» (Poesía 45/7).
4. La alegría del amor
Queridos amigos, la alegría está
íntimamente unida al amor; ambos son frutos inseparables del Espíritu Santo
(cf. Ga 5,23). El amor produce alegría, y la alegría es una forma
del amor. La beata Madre Teresa de Calcuta, recordando las palabras de Jesús:
«hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35), decía: «La
alegría es una red de amor para capturar las almas. Dios ama al que da con
alegría. Y quien da con alegría da más». El siervo de Dios Pablo VI escribió:
«En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don» (Ex. ap. Gaudete
in Domino, 9 mayo 1975).
Pensando en los diferentes ámbitos de
vuestra vida, quisiera deciros que amar significa constancia, fidelidad, tener
fe en los compromisos. Y esto, en primer lugar, con las amistades. Nuestros
amigos esperan que seamos sinceros, leales, fieles, porque el verdadero amor es
perseverante también y sobre todo en las dificultades. Y lo mismo vale para el
trabajo, los estudios y los servicios que desempeñáis. La fidelidad y la
perseverancia en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre
inmediata.
Para entrar en la alegría del amor,
estamos llamados también a ser generosos, a no conformarnos con dar el mínimo,
sino a comprometernos a fondo, con una atención especial por los más
necesitados. El mundo necesita hombres y mujeres competentes y generosos, que
se pongan al servicio del bien común. Esforzaos por estudiar con seriedad;
cultivad vuestros talentos y ponedlos desde ahora al servicio del prójimo.
Buscad el modo de contribuir, allí donde estéis, a que la sociedad sea más
justa y humana. Que toda vuestra vida esté impulsada por el espíritu de
servicio, y no por la búsqueda del poder, del éxito material y del dinero.
A propósito de generosidad, tengo que
mencionar una alegría especial; es la que se siente cuando se responde a la
vocación de entregar toda la vida al Señor. Queridos jóvenes, no tengáis miedo
de la llamada de Cristo a la vida religiosa, monástica, misionera o al
sacerdocio. Tened la certeza de que colma de alegría a los que, dedicándole la
vida desde esta perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para
quedarse con Él y dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del
mismo modo, es grande la alegría que Él regala al hombre y a la mujer que se
donan totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y
convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia.
Quisiera mencionar un tercer elemento para
entrar en la alegría del amor: hacer que crezca en vuestra vida y en la vida de
vuestras comunidades la comunión fraterna. Hay vínculo estrecho entre la
comunión y la alegría. No en vano san Pablo escribía su exhortación en plural;
es decir, no se dirige a cada uno en singular, sino que afirma: «Alegraos
siempre en el Señor» (Flp4,4). Sólo juntos, viviendo en comunión
fraterna, podemos experimentar esta alegría. El libro de los Hechos de
los Apóstoles describe así la primera comunidad cristiana: «Partían el
pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46).
Empleaos también vosotros a fondo para que las comunidades cristianas puedan
ser lugares privilegiados en que se comparta, se atienda y cuiden unos a otros.
5. La alegría de la conversión
Queridos amigos, para vivir la verdadera
alegría también hay que identificar las tentaciones que la alejan. La cultura
actual lleva a menudo a buscar metas, realizaciones y placeres inmediatos,
favoreciendo más la inconstancia que la perseverancia en el esfuerzo y la
fidelidad a los compromisos. Los mensajes que recibís empujar a entrar en la
lógica del consumo, prometiendo una felicidad artificial. La experiencia enseña
que el poseer no coincide con la alegría. Hay tantas personas que, a pesar de
tener bienes materiales en abundancia, a menudo están oprimidas por la
desesperación, la tristeza y sienten un vacío en la vida. Para permanecer en la
alegría, estamos llamados a vivir en el amor y la verdad, a vivir en Dios.
La voluntad de Dios es que nosotros seamos
felices. Por ello nos ha dado las indicaciones concretas para nuestro camino:
los Mandamientos. Cumpliéndolos encontramos el camino de la vida y de la
felicidad. Aunque a primera vista puedan parecer un conjunto de prohibiciones,
casi un obstáculo a la libertad, si los meditamos más atentamente a la luz del
Mensaje de Cristo, representan un conjunto de reglas de vida esenciales y
valiosas que conducen a una existencia feliz, realizada según el proyecto de
Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos que construir ignorando a Dios y su
voluntad nos lleva a la desilusión, la tristeza y al sentimiento de derrota. La
experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como ofensa a su amistad,
ensombrece nuestro corazón.
Pero aunque a veces el camino cristiano no
es fácil y el compromiso de fidelidad al amor del Señor encuentra obstáculos o
registra caídas, Dios, en su misericordia, no nos abandona, sino que nos ofrece
siempre la posibilidad de volver a Él, de reconciliarnos con Él, de
experimentar la alegría de su amor que perdona y vuelve a acoger.
Queridos jóvenes, ¡recurrid a menudo al
Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación! Es el Sacramento de la alegría
reencontrada. Pedid al Espíritu Santo la luz para saber reconocer vuestro
pecado y la capacidad de pedir perdón a Dios acercándoos a este Sacramento con
constancia, serenidad y confianza. El Señor os abrirá siempre sus brazos, os
purificará y os llenará de su alegría: habrá alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierte (cf. Lc 15,7).
6. La alegría en las pruebas
Al final puede que quede en nuestro
corazón la pregunta de si es posible vivir de verdad con alegría incluso en
medio de tantas pruebas de la vida, especialmente las más dolorosas y
misteriosas; de si seguir al Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.
La respuesta nos la pueden dar algunas
experiencias de jóvenes como vosotros que han encontrado precisamente en Cristo
la luz que permite dar fuerza y esperanza, también en medio de situaciones muy
difíciles. El beato Pier Giorgio Frassati (1901-1925) experimentó tantas
pruebas en su breve existencia; una de ellas concernía su vida sentimental, que
le había herido profundamente. Precisamente en esta situación, escribió a su
hermana: «Tú me preguntas si soy alegre; y ¿cómo no podría serlo? Mientras la
fe me de la fuerza estaré siempre alegre. Un católico no puede por menos de ser
alegre... El fin para el cual hemos sido creados nos indica el camino que,
aunque esté sembrado de espinas, no es un camino triste, es alegre incluso
también a través del dolor» (Carta a la hermana Luciana, Turín, 14
febrero 1925). Y el beato Juan Pablo II, al presentarlo como modelo, dijo de
él: «Era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que superaba también
tantas dificultades de su vida» (Discurso a los jóvenes, Turín, 13 abril
1980).
Más cercana a nosotros, la joven Chiara
Badano (1971-1990), recientemente beatificada, experimentó cómo el dolor puede
ser transfigurado por el amor y estar habitado por la alegría. A la edad de 18
años, en un momento en el que el cáncer le hacía sufrir de modo particular,
rezó al Espíritu Santo para que intercediera por los jóvenes de su Movimiento.
Además de su curación, pidió a Dios que iluminara con su Espíritu a todos
aquellos jóvenes, que les diera la sabiduría y la luz: «Fue un momento de Dios:
sufría mucho físicamente, pero el alma cantaba» (Carta a Chiara Lubich,
Sassello, 20 de diciembre de 1989). La clave de su paz y alegría era la plena
confianza en el Señor y la aceptación de la enfermedad como misteriosa
expresión de su voluntad para su bien y el de los demás. A menudo repetía: «Jesús,
si tú lo quieres, yo también lo quiero».
Son dos sencillos testimonios, entre otros
muchos, que muestran cómo el cristiano auténtico no está nunca desesperado o
triste, incluso ante las pruebas más duras, y muestran que la alegría cristiana
no es una huida de la realidad, sino una fuerza sobrenatural para hacer frente
y vivir las dificultades cotidianas. Sabemos que Cristo crucificado y
resucitado está con nosotros, es el amigo siempre fiel. Cuando participamos en
sus sufrimientos, participamos también en su alegría. Con Él y en Él, el
sufrimiento se transforma en amor. Y ahí se encuentra la alegría (cf. Col1,24).
7. Testigos de la alegría
Queridos amigos, para concluir quisiera
alentaros a ser misioneros de la alegría. No se puede ser feliz si los demás no
lo son. Por ello, hay que compartir la alegría. Id a contar a los demás jóvenes
vuestra alegría de haber encontrado aquel tesoro precioso que es Jesús mismo.
No podemos conservar para nosotros la alegría de la fe; para que ésta pueda
permanecer en nosotros, tenemos que transmitirla. San Juan afirma: «Eso que
hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros…
Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,3-4).
A veces se presenta una imagen del
Cristianismo como una propuesta de vida que oprime nuestra libertad, que va
contra nuestro deseo de felicidad y alegría. Pero esto no corresponde a la
verdad. Los cristianos son hombres y mujeres verdaderamente felices, porque
saben que nunca están solos, sino que siempre están sostenidos por las manos de
Dios. Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea de
mostrar al mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y
duradera. Y si el modo de vivir de los cristianos parece a veces cansado y
aburrido, entonces sed vosotros los primeros en dar testimonio del rostro
alegre y feliz de la fe. El Evangelio es la «buena noticia» de que Dios nos ama
y que cada uno de nosotros es importante para Él. Mostrad al mundo que esto de
verdad es así.
Por lo tanto, sed misioneros entusiasmados
de la nueva evangelización. Llevad a los que sufren, a los que están buscando,
la alegría que Jesús quiere regalar. Llevadla a vuestras familias, a vuestras
escuelas y universidades, a vuestros lugares de trabajo y a vuestros grupos de
amigos, allí donde vivís. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento por
uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver la
Misericordia de Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro encuentro definitivo
con el Señor, Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu
señor!» (Mt 25,21).
Que la Virgen María os acompañe en este
camino. Ella acogió al Señor dentro de sí y lo anunció con un canto de alabanza
y alegría, el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47). María
respondió plenamente al amor de Dios dedicando a Él su vida en un servicio
humilde y total. Es llamada «causa de nuestra alegría» porque nos ha dado a Jesús.
Que Ella os introduzca en aquella alegría que nadie os podrá quitar.
Vaticano, 15 de marzo de
2012