
Los castores habían taponado el desagüe con ramas y hojas. Nick removió el cúmulo de basura, y de improviso el tapón cedió. Se formó en seguida un remolino gigante, y Nick, no pudiendo resistir la fuerza del remolino, entró en el tubo del desagüe. Tuvo tiempo sólo de dar un grito: «¡Señor mío, sálvame!»
Nick salió de la aventura con huesos rotos y heridas en todo el cuerpo, pero vivo. «Cuando a uno lo agarra un remolino —manifestó Nick en su cama de hospital—, lo único que le queda es clamar a Dios.»
El remolino que sorprendió a Nick Lomangino fue espantoso. Rugía como un ciclón. El hombre se dio cuenta inmediatamente del peligro, pero no había nada que podía hacer. No tenía fuerzas suficientes para luchar contra la gran fuerza de las aguas. Sólo podía clamar a Dios, y, en efecto, a Dios clamó.
Muchas veces nos sentimos apresados por uno o más de los remolinos de la vida, por una vorágine de acontecimientos que son más fuertes que nosotros. De una manera despiadada, fuerzas que no podemos controlar nos llevan, nos sacuden, nos revuelven y nos hunden.
Estos remolinos vienen en diferentes formas, y muchas veces los provocamos nosotros mismos. Pueden ser problemas con la ley. Hemos, quizá, violado leyes que conocemos, y hasta ahora todo ha salido, al parecer, bien. Pero de repente se descubre el delito, cae sobre nosotros la investigación policial, estalla el escándalo y comienza el remolino.

Cuando se está formando alrededor de nosotros algún torbellino, y no tenemos ni la fuerza ni la sabiduría para salvarnos, aun cuando sea provocación nuestra, Cristo está dispuesto a ayudarnos. Tenemos que admitir nuestra falta, pero aun así Dios nos ayuda. Sólo tenemos que clamar a Él. Dios quiere salvarnos del remolino. Él quiere devolvernos la paz.